lunes, 21 de marzo de 2011

Como dos amantes que saben que cuando llegue el amanecer se tendrán que separar comenzaron a devorarse dulcemente.
Su lugar de siempre tenía otro perfume, e incluso en un día tan sombrío, marcado por la constante lluvia como lo era aquel, la luz que entraba por una rendija de la ventana brillaba con demasiada fuerza.
Poco a poco, la temperatura de aquel pequeño y modesto cuarto comenzó a subir; sus livianas bocas jugaban entre ellas mientras que sus corazones galopaban a un ritmo desbocado.
Lenta y desesperadamente sus manos le desabrochaban, uno a uno, los botones de la camisa; y él, curioso niño, entretenido en un broche rebelde, aguardaba impaciente a ver la lencería de aquella tarde de otoño. Roja, como el carmín ya borrado horas atrás por los infinitos besos.
Después, él se sentó a su lado en la cama y la empezó a besar desprendiéndose de la última pieza de ropa, la cual dejaría ver, al fin, su tibia piel. Ya en la cama, ella empezó a jugar traviesamente con su cuello y él poco a poco bajaba su mano más allá del ombligo dejándose llevar…
Minutos después, impregnados con un solo olor que recordaba al Mediterráneo mezclado con salvaje frescura y con toda la ropa desperdigada por el suelo, el silencio reinó el ambiente. Solamente se podía escuchar, de vez en cuando, alguna que otra respiración acelerada.
Poco a poco comenzaron a perderse el uno en el otro como si fueran uno. El constante movimiento de aquellas olas desenfrenadas causaba en el barco de madera de color crema algún que otro ruido.
Ya no existía nada más, eran sólo ellos, dos náufragos perdidos en un furioso oleaje que terminaría en apacibles aguas…
Horas más tarde, la alcoba se encontraba cargada de humedad al igual que sus jadeantes y joviales cuerpos. La noche y la luna habían aparecido con todo su esplendor. Más cómplices que al principio y mirándose a los ojos se refugiaron en su mundo. Una cosa estaba clara: era miércoles y sabía que no podría aguantar hasta el martes que viene sin tocarlo.
Así que como si de una revoltosa niña se tratase, comenzó a hacerle cosquillas durante unos segundos dejando que se recuperarse después. Sonrisa inocente. Así la recordaría, feliz.
Y de esta manera, mirándolo intensamente a los ojos, le dijo casi susurrando:
- Te quiero y lo haré siempre.

B.

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